Después de un recorrido épico lleno de grandes recuerdos y necesarios obstáculos en el colegio, nos graduamos anhelando un mejor mañana. Ya con el cartón en la mano, todo parecía fácil y accesible; las cosas mejoraban y, para fortuna nuestra, las puertas del futuro se abrían en pos de nuestras miradas. Fotografía 

Nos habían convencido a lo largo de los años que la competencia aseguraba superioridad, que en el egoísmo propio del hombre solitario finalmente alcanzaríamos nuestros sueños y que sólo la disciplina y el sacrificio permitirían llegar a nuestros estados de plenitud.

‘Reza y trabaja’, ‘compite y triunfa’, ‘calla y obedece’, ‘estudia y responde’ se convirtieron en nuestras máximas y terminaron por hacernos creer que, en realidad, lo único importante era responder al prometedor futuro que nuestras hojas de vida, vanagloriadas por un pedazo de papel, nos aseguraban. Ya con el cartón en la mano, éramos consientes de la terrible carga que representaba la función social que nos asignaban desde las aulas. Por un segundo, me creí a mi mismo como un hombre de bien, competitivo y correcto.

¡Qué golazo nos habían metido! Más allá del puro utilitarismo que nos enseñan, la pasión y la conciencia predominan en el devenir de nuestras vidas. Pocas veces nos dijeron que los sentimientos y la razón eran más poderosos que la utilidad y la eficiencia. Nos enseñaron a sentir vergüenza y miedo al expresarnos, a sufrir del dolor propio y gozar de la desgracia ajena. Se encargaron de crear las barreras mentales necesarias para el correcto funcionamiento de la sociedad. Hoy por hoy, una máquina vale más que un poeta y un romántico está tristemente destinado a morir en rechazo a la incoherente circunstancia en la que le tocó vivir.

De aquellos esperanzados que soñaban con independencia, ya sea económica, ideológica, religiosa o emocional, era nuestro amigo Gabriel: un romántico escondido tras su fría armadura. El miércoles 28 de enero del 2015, la vida misma nos recordó la importancia del expresarse, del sentir y ser fiel al sentimiento, de dejar atrás tanto rencor y odio y gozar plenamente de nuestra mera existencia. Gabriel, enceguecido por una euforia pasional, consiguió el valor necesario para tomar la decisión más importante de su vida. ¡Claro que no fue si quería estudiar o de qué iba vivir el resto de sus días, claro que no fue seguir con la costumbre y dejar que poco a poco lo consumiera! Quiso romper lo estipulado en aras de un descanso suficiente para sus dolores que, en gran medida, fueron implantados por los demás.

Quedará inmortalizado con la imagen eterna de la juventud como el hombre que aspiraba ser; como el muchacho que, con su carismática forma de hablar, alegraba cualquier momento; como el amigo despreocupado que nos hacía pensar en la preocupación; como un hermano dispuesto a comprender; como un hijo prodigioso y dispuesto a dejarse querer. Gabriel no fue un incomprendido más, nosotros lo comprendíamos al punto que nos lo permitía.

“La muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo.” En contra de toda superstición religiosa, la ausencia de nuestro amigo sólo implica que dejó de ser. Puede que esté gozando de la gloria divina o pagando sus pecados pero, en cualquier caso, ya no está con nosotros. No estoy justificando su decisión, sin embargo sí la respeto; a veces se necesita un descanso de tantos miedos infundidos y de tantas quimeras que no nos permiten expresarnos correctamente.

Cómo gustaría de un minuto con mi amigo, así fuera para regañarlo por su impaciencia y compulsión, cómo me habría gustado decirle lo importante que era para los demás, cómo me habría gustado romper esas barreras que me impedían decirle el cariño que le tenía, cómo me duele el hecho de saber esto sólo tras su partida. Le digo al lector que aproveche la vida y sepa disfrutar todo momento, que no tenga miedo en expresarse y libere de sí mismo la verdadera cara de sus sentimientos.

En memoria de su inigualable personalidad, acudo a las palabras para intentar expresar lo doloroso de su ausencia. ¡Ah maldita memoria que nos condenó a recordarlo! ¡Ah maldita vida que a cada segundo nos aleja de un amigo! ¡Ah sorpresivo azar que nos condena! ¿Por qué? , ¿Por qué? y ¿Por qué, entre todos los mortales, él y solo él? – porque él lo quiso, él lo decidió.

Y así como su figura merece el respeto digno de cualquier humano, sus decisiones deben ser respetadas por igual. Ya no siente ni sufre, ahora sufrimos por él. Nos apropiamos de su vida intentando darle una explicación a un hecho que jamás conoceremos. Si es verdad que existe el alma y es posible la reencarnación, te escribo aquí un te quiero y un te extraño. De lo contrario, sé que aquí acaba la historia y lo mejor que se puede hacer es recordarlo por lo que era: un romántico que varios de nosotros llegamos a querer.


Tomás Collazos G. CSC’14

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *