Resulta imposible no haber notado, si bien no a Elizabeth Herrera, al fruto materializado de su trabajo. Después de veinte largos años de permanencia en el colegio, de labor ardua y desinteresada, nos entrevistamos con ella y le dedicamos este segmento de los trabajos invisibles. Sin más preámbulo: Elizabeth.
La campana de las once y dieciséis anuncia el terrible comienzo de una carrera frenética hacia las puertas de la cafetería. Es aún de mañana, pero la vacuidad de los estómagos de la diversa fauna humana que llena las aulas se hace manifiesta. Gruñidos incontrolables y un primer e inocuo ardor en la boca del estómago los obligan a hacer la fila –en el mejor de los casos-, atiborrar de comida sus bandejas plateadas y apurársela con recelo y gran abstracción. Salen luego, igualmente apurados, acaso sin cavilar un solo segundo en la mente maestra tras su hambre saciada. Se trata de Elizabeth Herrera y su quehacer cotidiano e imprescindible.
Nacía en 1948 en el municipio de Calarcá, Quindío, en el corazón mismo de la zona cafetera. Allí habría de vivir hasta recién entrada la mayoría de edad. Partió de su casa a los dieciocho a trabajar en Neiva al terminar el bachillerato. Vino luego a la Universidad Externado a cursar los estudios superiores de hotelería y turismo. Ha trabajado a lo largo y ancho de la geografía nacional, desde Prosocial hasta un hotel en Cartagena. Trabajó en Nogales, reemplazando a la responsable de la cafetería por un tiempo breve. Allí comenzó el cultivo de su pericia y aprendió sus innúmeras técnicas que sirven cada día, sin falta ni despilfarro, a mil trescientas personas.
El primero de julio de 1995, Elizabeth, después de haber trabajado brevemente en otras cafeterías escolares, se presenta ante el padre Francis, quien le otorga el cargo que sigue ocupando. Fue en ese momento cuando todo cambió. Ningún trabajo le había brindado tanta satisfacción como éste; una confluencia tan plural y convulsa de personas de todo tipo, de toda edad, de toda labor. En ello radica acaso la riqueza de su nuevo trabajo: en su diversidad. La facultad de poder aprender siempre de comensales que vienen y van, entablar discusión y recibir gratitud de personas que ella misma alimentó desde la niñez hasta la juventud en pleamar, llenan de júbilo sus días y dan fundamento a su labor. Nos ha abrazado a todos como a una familia.
La elaboración de una comida esconde no sólo un proceso arduo de producción, llamadas, cuentas, órdenes, adobo, asado, escalfado o estofado; oculta también una historia de veinte años de perfeccionamiento y reajustes. Los primeros meses fueron inseguros: la comida solía faltar o sobrar de manera cuantiosa. Las reinvenciones y consultas de tipo matemático no fueron extrañas. Elizabeth es, no cabe duda, la matemática más experimentada y dotada de toda la comunidad; de forma completamente empírica. Con el tiempo, los cálculos armonizaron de manera perfecta con el número de comensales, las circunstancias variables de su hambre, las destrezas personales de cada trabajador, los variados e interminables gustos particulares, los que no almuerzan o almuerzan sin derecho, el presupuesto, los equipos de la cocina y las limitaciones del tiempo. El proceso es perfecto a la luz de hoy. Es casi un cálculo preciso y global, salvo por que es completamente intuitivo y vive sólo en la mente de Elizabeth. Aquella es la erudición que le es propia.
De una manera casi maternal, Elizabeth y sus amigas ponen un grande empeño en comprender las singularidades de sus comensales y adecuar la comida a ellas. Dice que ella y sus compañeras conocen a cada uno, desde el nombre hasta el término de asado de su gusto; desde el curso hasta lo que las alergias le impiden almorzar. Hasta los caprichos más pueriles no son para ella motivo de fastidio, sino invitaciones afables a readaptarse, especializarse cada vez más en cada comensal y satisfacerle. Su entrega, su dedicación y su resolución inquebrantable al servicio son dignos no sólo de admiración, sino de una desmedida gratitud.
A pesar de afirmar tener una mano dura y una disciplina inquebrantable en su labor, fuera de ella resulta una mujer dulce. Ha entablado profundos lazos de amistad con sus colegas, con las amigas y amigos más antiguos, y disfruta particularmente de visitarlos regularmente y celebrar junto a ellos de manera anual. Ahora, veinte años después de haber puesto pie en el colegio por vez primera, Elizabeth se ha procurado innúmeros amigos, memorias afectuosas, agradecimientos y gran afecto. La cocina y el colegio son también espacios para la camaradería, en la cual se regocija. El disfrute de su trabajo allí reside: en la posibilidad de estar engarzada en lo más íntimo de cada miembro de la comunidad; en poder brindar la sonrisa precisa, el abrazo necesario, la comida caliente, la hospitalidad sin resquemor alguno; todo ello a cambio de tan poco.
A pesar de afirmar tener una mano dura y una disciplina inquebrantable en su labor, fuera de ella resulta una mujer dulce. Ha entablado profundos lazos de amistad con sus colegas, con las amigas y amigos más antiguos, y disfruta particularmente de visitarlos regularmente y celebrar junto a ellos de manera anual. Ahora, veinte años después de haber puesto pie en el colegio por vez primera, Elizabeth se ha procurado innúmeros amigos, memorias afectuosas, agradecimientos y gran afecto. La cocina y el colegio son también espacios para la camaradería, en la cual se regocija. El disfrute de su trabajo allí reside: en la posibilidad de estar engarzada en lo más íntimo de cada miembro de la comunidad; en poder brindar la sonrisa precisa, el abrazo necesario, la comida caliente, la hospitalidad sin resquemor alguno; todo ello a cambio de tan poco.
El Padre Francis ha sido para ella una de las tremendas alegrías de su trabajo. Además de haberla acogido hace veinte años con gran cordialidad, ha sido para ella una suerte de confidente y amigo imprescindible.
Su comida, su entrega, su amabilidad y atención, su cariño incondicionado y alegría, han procurado para ella un sitio inamovible en nuestros afectos. Una mujer que se embarca diariamente en la odisea de cocinar para 1300, con su propensión a la peripecia pero también al alborozo, no ha de pasar desapercibida. Y no lo hace; nuestra gratitud es por siempre suya.
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