Edición nº 19 – Enero. 2016
Mi interés voraz por la historia de la música me llevó a una reflexión sobre un aspecto humano popular, pero a la vez silencioso y escurridizo dado el hecho de que en la mayoría de los casos se suple de falacias de distintos tipos: la creencia grisácea de un estado permanente de decadencia de la esencia cultural humana. El fenómeno se debe principalmente a que existen prejuicios sobre los diferentes movimientos culturales – que, admito, yo mismo he llevado acabo – principalmente por su carácter comercial.
No sucede solo dentro del espectro musical: excepcionales son los casos de lectores ávidos desatados de los clásicos y con miras a apostarle a algún prospecto de Nobel, y tanto el cine como las artes plásticas en general han sido condenados a un público fiel pero cerrado a corrientes, géneros épocas, directores o incluso temáticas específicas. ¿No se cansarán? Irónicamente, el hombre promedio se ha sumido en la modorra: no ha aprovechado la globalización cultural para nutrirse y educarse, haciéndose ciudadano del mundo y desarrollando sus gustos con una avidez creciente. En cambio, hasta para la belleza se han formado bandos hostiles (sobre todo en el ámbito musical), y sus soldados tienen prohibido, por sentencia propia, abrirse a pertenecer a una comunidad internacional y, como el arte, anacrónica. El joven Franklin ̈Lamparita ̈ Tejedor es la mitad del dueto Mitú (quizá el proyecto electrónico más importante y elaborado de Colombia). Su padre, ̈Lámpara ̈ Tejedor, fue el fundador de Las estrellas del caribe hace alrededor de 35 años, siendo una de las agrupaciones precursoras del mapalé, la champeta, etc. Franklin desempeñó el papel de percusionista del mismo desde hace unos pocos años y, sin dejar los sueños de su padre, decidió juntarse con Julián Salazar (Bomba Estéreo). Se unieron entonces dos mundos antes separados por un espacio infranqueable y se rellenaron las trincheras al ver el nacimiento del ̈tecno de la selva ̈. Al leer sobre esta dinastía, historia ejemplar del hijo pródigo, comprendí que el secreto del arte no se encuentra en superarnos, clasificarnos, ni mucho menos despreciarnos el uno al otro sino en construir puentes que cierren brechas, tengan una razón de ser, algo que decir y el objetivo de cruzar el río para encontrar la belleza. Yo crecí como la mayoría, sumido primero entre la música de sus padres y luego en los descubrimientos de la radio y finalmente, en la exploración propia. Me rodearon en distintos momentos de mi vida las melodías e historias de David Bowie, Gleen Frey – vocalista de The Eagles -, Scott Weiland -vocalista de Velvet Revolver y Stone Temple Pilots, – Lemmy Kilmister – vocalista y bajista de Motorhead -, y por supuesto Gustavo Cerati – a quien le debo mi afición por la música – . En solo estos cinco nombres, de cuya defunción relativamente reciente (sobre todo en los primeros cuatro casos) me enteré con estupor y dolor, agrupamos iconos de cinco movimientos musicales completamente distintos, y su legado perdurará innegablemente en el arte, pero no nos podemos quedar allí ni en ninguna otra corriente, simplemente por nuestra condición humana. El mismo fenómeno se repite en la literatura, el cine, etc. Para mi fue una epopeya, pero con el tiempo comprendí que no tiene sentido cerrarse, por ejemplo, al Reggaeton como expresión artística (su ética es otra discusión, pero de cualquier manera merece el derecho a la libre expresión), cuando en realidad cada género (y más como músico) tiene algo que aportar.
Juan Diego Barrera 10°A